La Gellhorn, un pollo con arroz y estrellas, muchas estrellas Michelin.
Vol 3: "Aventuras y pollo con arroz como los de antes"
DANI ERRÁNTEZ - 14/05/2024
Kampong Glam, el barrio malayo de Singapur parece más aburrido que Little India. O eso me parece a mí, aunque quizá los cuarenta y muchos grados con un 80% de humedad a las tres de la tarde no ayudan a mejorar la escena. No es una crítica, solo un elemento de la narración.
No me gusta quejarme de la temperatura o de la meteorología. Es lo que hay, chico. “No haber venido”. Detesto cuando alguien se atreve a subir un video a YouTube quejándose del calor que hace o de lo picante que está la comida. Os aseguro que no hace falta buscar mucho para encontrar a algún viajero de pacotilla (de esos que defienden que no son turistas pero se acojonan ante el vuelo de un tábano) que se pasan el vídeo entero de su supuesta aventura por Asia dando la matraca con el calor que hace, la sed que tengo, estos fideos pican demasiado… Aventureros, mis cojones. Ya casi no quedan tipas como la Gellhorn, Martha Gellhorn. Una de las mujeres más inspiradoras que conozco y con la que prometo imaginar un romance en algún futuro libro. Con mucho sexo, por supuesto; y avergonzando en la medida de lo posible al que fuera su marido: el capullo de Hemingway. Busquen y disfruten de su historia si es que no la conocen, por favor. Su libro “Cinco viajes al infierno” es una maravilla; si añado que su subtítulo es “aventuras conmigo y ese otro” (dardito envenenado para el reportero etílico que, según mienten los carteles, estuvo en todos los restaurantes de España) la cosa mejora.
Pero no, ya no quedan Gellhorns ni Hemingways como aquellos (aunque capullos sigue habiendo unos cuantos). Hoy por hoy si no tenemos internet, un aire acondicionado cuando es de recibo tenerlo, agua mineral que no sepa a algo raro —no vaya a ser que nos joda la panchita—, o un guía nacido en una isla remota del Índico que hable español o, de lo malo malo, se defienda con el inglés mejor que los últimos cuatro presidentes de España, no estamos contentos. Eso sí, si llegamos a un sitio y está lleno de gente, —turistas, guiris, youtubers (creadores de contenido e incluso documentalistas se hacen llamar ahora) que te ofrecen un descuento del 5% en alguna empresa de seguros de viaje (dejo aquí un espacio para añadir un enlace de afiliación cuando alguna empresa quiera ficharnos) y más seres de esa calaña que somos todos los que salimos del pueblo para ver mundo— también nos jode. Contradicciones, maravillosa cualidad de los seres humanos.
La mezquita Masjid Sultan está cerrada. Hemos llegado fuera del horario de visitas. Y eso, ya de por sí, nos sorprende. Que se pueda visitar una mezquita no deja de ser algo curioso. Los alrededores de la misma son los típicos de cualquier rincón turístico del mundo. En estos hay mucho bolso, mucha pulsera de cuerno, collares de cuentas e imanes con distintas representaciones de Marina Bay. Y botellas de agua, por supuesto. Eso sí, ni rastro de las pollas para abrir latas que se venden en cada rincón turístico del planeta. Buena noticia, aunque algún día hasta las echaré de menos, serán el indicativo de que hemos vuelto a la civilización.
Aceptamos que la mezquita será uno de esos lugares que no podremos visitar en este viaje. Es un proceso en el que estamos trabajando: aceptar que no vamos a poder verlo todo. Cuando tenga las ideas más claras, escribiré sobre ello.
Decidimos caminar hacia Chinatown. Singapur es una urbe en obras constantes. Quizá Gallardón, ese viaje alcalde de nuestro Madrid aficionado al hormigón y al que le salió rana lo de ser ministro, haya decidido retirarse aquí para seguir dándole a las excavadoras y las hormigoneras. Es como si la ciudad fuera una extensión en formato asiático de aquel videojuego de cuando éramos jóvenes e inocentes: el Age of Empires. Así, de la nada y a base de horas perdidas, podías construir tu propio imperio. Me suena que yo le di duro a Egipto y Roma, aunque puede que me lo esté inventando y lo hiciera con los fenicios o la mismísima Babilonia. Ha pasado ya mucho de aquello. Me doy cuenta de que empiezo a ser viejo cuando recuerdo que el puto Windows 95 era la hostia. Y en aquel horrible ordenador jugué al “AOE” hasta que descubrí que me gustaban más los libros, las motos y las chicas. Acerté, por cierto. Pero por las calles de Singapur vuelvo a tener la sensación de construir así como así, porque podemos, porque nos da la gana. Sacarnos la polla singapurense e inventarnos edificios, teatros, circuitos y mierdas sin alma por el estilo.
Las múltiples obras nos obligan a meternos por estrechos túneles habilitados bajo las centenas de andamios que decoran la ciudad. Quitan vistas pero dan sombra, no es un mal cambio.
Nos llama la atención la cantidad de centros comerciales modernos que hay. En uno de ellos —porque entramos en todos para tratar de hacernos una idea de cómo viven por aquí—, me encuentro una de las tiendas más grandes que he visto en mi vida del Liverpool. Tienen hasta camisetas de viejas glorias con el Carlsberg delante y el nombre de Gerard detrás. Y hay cola en la caja, por cierto. Supongo que memorizo esto porque estamos un rato frente a la tienda disfrutando del aire acondicionado. Puede que no sea un dato importante, pero cualquier excusa es buena para alargar un ratito como este. Ya haremos de aventureros machotes otro día.
Pero nada dura para siempre, así que volvemos a la calle. Y allí está. La primera vez que nuestros ojos ven el Marina Bay es entre el antiguo Ayuntamiento y el Parlamento. No termino de decidir si el edificio me gusta o no, tendré que esperar a verlo más de cerca; lo haremos dentro de unas horas, así que dejo de mirarlo y sigo caminando.
Y por fin, tras cruzar el río Singapur y un conjunto de rascacielos con preciosos jardines colgantes —no tiene mérito, aquí hasta a tipos sin sensibilidad jardinera como yo nos crecerían plantas y árboles por doquier—, entramos de repente en Chinatown. Y es evidente, porque todos los carteles se vuelven luminosos y mutan en chino. Se multiplican también las máquinas de aire acondicionado. Las fachadas traseras de los edificios están repletas de ellas. No hablo de decenas, hablo de centenas. Todas funcionando a la vez, lo que genera un ruido que acaba siendo exasperante. Una especie de truuuuuuuuuuuum constante.
Uno de los motivos por los que hemos venido hasta aquí es para comer en uno de los restaurantes con estrella Michelin más baratos del mundo: Hawker Chan. El tipo se hizo famoso hace unos años porque fue el primer puesto callejero que recibió una estrella en el mundo (o eso dice en la fachada), y durante unos años fue el restaurante más barato del mundo premiado con tal galardón. Eso también lo pone en el cartel de la entrada, pero no es verdad. Hay algunos más baratos a día de hoy, pero no le quitemos la ilusión al señor Chan Con Meg.
El local es fácilmente reconocible desde lejos. Si alguna vez vais, lo localizaréis rápidamente: donde haya más blanquitos y rubitos, ahí es. Cuando cruzas la puerta de cristal te das cuenta de que hay algunos detalles que han cambiado. Para empezar, esto de puesto callejero tiene poco. El local se parece más a una franquicia en toda regla, con delegaciones en otras ciudades y una pantalla donde aparece tu número de pedido y cuando está listo para ser recogido. Resumiendo: un McDonald´s. El plato supuestamente estrella, perfectamente indicado en la carta, es el pollo con arroz. Aunque pedimos también otro plato de carne de costilla y noodles. El precio total fueron unos 16 euros. ¿Estará a la altura?
Cuando salgo de la fila de los pedidos me encuentro con Javier Estévez, chef del restaurante La Tasquería y El Lince. Ha salido en la tele, así que lo conocéis. Y si os gusta la casquería este tipo es vuestro hombre. Le saludo como quien saluda a un vecino del pueblo en una playa de Huelva o Alicante. Nos contamos brevemente nuestra vida. Aquí, por una cosa del curro, hemos venido unos cuantos cocineros de España. Es mi primera vez por estos lares. David Muñoz me ha recomendado algunos sitios, lo ha puesto en su Insta también, por si te interesa. Ah, perfecto, respondo. Nosotros dando la vuelta al mundo. Hemos estado unos días en Grecia, pasaremos el día en Singapur y mañana llegaremos a Bali. Luego seguiremos sin demasiada prisa hacia el norte. Nuestra idea es estar un año por aquí, más o menos, y luego ya decidiremos si seguimos por África o Sudamérica. Dentro de un año iré a verte a la Tasquería con mis amigos Nacho y María, también son de hocico fino. Prometido. Risas. Seréis bien recibidos. Jaja, Espero que invite Nacho, por cierto. Esto último no se lo dije, pero me parece un buen añadido.
Pasa por allí Iván Cerdeño, dos estrellas Michelin y amo y señor del restaurante con su mismo nombre situado en el Cigarral del Ángel de Toledo. Javier y él están visitando juntos Singapur. Es un tipo encantador. Nos saluda con cariño y disculpa mi mala memoria por no recordar su nombre. Me dais envidia, disfrutad mucho, le dice a María. Ambos nos desean lo mejor, nos damos la mano (hace demasiado calor para un abrazo) y recogemos nuestro pedido.
Quitemos la tirita rápido. El pollo... sin más. O yo no tengo el paladar entrenado, o he comido platos mejores. De hecho nos gustan más los noodles con carne de costilla. Una parte de mí tiene ganas de acercarse a Javier e Iván para preguntarles su opinión. Pero me retengo, a mí tampoco me gusta que me toquen los huevos cuando estoy comiendo con mis amigos. Ya lo haré el año que viene cuando volvamos a vernos. Nos despedimos con la mano y un par de buenas voces que hacen que cuatro holandeses se giren ofendidos hacia nosotros. Salimos del lugar siendo conscientes de que no todo lo que te recomiende una momia con flotadores o Netflix tiene por qué estar rico.