Singapur: cuidado con las expectativas

Vol.1: "Expectativectomías"

DANI ERRÁNTEZ - 14/05/2024

El aeropuerto de Singapur es inmenso, lujoso, casi inmoral. Nos hemos comido 11 horas de vuelo desde Grecia y durante el vuelo me he tragado los trece cuentos de El libro de arena de Borges. Te adoro, maldito genio.

Tenía muchas ganas de llegar a este minúsculo país. Algunos relatos chinos del siglo III llaman a Singapur “la isla en el final”, uno de los territorios más alejados que los inventores de la pólvora y el rollito de primavera conocían. Sin embargo, para María y para mí, la ciudad del León (significado en sánscrito de la palabra Singapur) es nuestra puerta de entrada a Asia, el siguiente nivel de la vuelta que pretendemos darle a esta inmensa piedra redonda.

Dicen que Singapur se visita rápido, aunque tiendo a desconfiar de los que hacen afirmaciones tajantes. Ya lo comprobaremos. Aunque es cierto que el país no es muy grande, más o menos como Menorca, aunque se están marcando un Gibraltar en toda regla y ganan cada año varios metros al mar. Las malas lenguas comienzan a llamar a Singapur la isla creciente, algo de razón tienen.

Hasta este aeropuerto por el que ahora caminamos está construido en terrenos expropiados al padre de La Sirenita. Y tiene una pinta fantástica, le hago ojitos a la moqueta, es mullida y parece gustosa.

Lo agradezco, esta noche tendremos que dormir unas horas sobre ella. Nuestro próximo vuelo, destino Indonesia, sale temprano y los hoteles en esta pequeña ciudad estado no son precisamente baratos. Asumible. Hemos dormido y dormiremos en sitios peores.

Tras pasar el control de seguridad bebo un café nefasto y liberamos nuestras espaldas de las pesadas mochilas que harán las veces de hogar durante los próximos meses. La consigna cuesta 11 euros y el tipo que lo atiende es amable. Intento tomármelo como un buen recibimiento.

La Jewel Changi —esa extensión del aeropuerto que se inventaron hace unos años—, y su Rain Vortex (resulta que es la cascada interior más grande del mundo) son visita obligada para el viajero que pasa unas horas o unos días por aquí. Es una verdadera selva dentro del aeropuerto. Tiene la configuración de una plaza, aunque con diferentes alturas por las que puedes moverte a tus anchas. Incluso hay gente haciendo deporte con pesas, guiados con un monitor que les habla a través de unos cascos que llevan en la cabeza, ¿serán viajeros?, ¿vienen desde la ciudad para ponerse en forma? Lo ignoro.

La cascada aún no ha comenzado a funcionar. Lo hará dentro de escasos minutos, así que tendremos la oportunidad de ver el espectáculo inicial. Aquí ya empiezo a notar la buena suerte del viajero, esa que parece acompañarme demasiadas veces. O tal vez sea que las veces que la mala suerte hace de las suyas simplemente lo ignoro y lanzo otra ronda, así hasta que por pesado funciona. Tengo como objetivo tratar de aclarar ese punto en este viaje: ¿atraemos a la buena suerte?, ¿la generamos?, ¿pura casualidad?, ¿importa tanto responder a esta pregunta?

Casi puntual el Rain Vortex comienza a funcionar. Suena una música de peli de superhéroes —podría aparecer Iron-Man en cualquier momento—. Una voz femenina nos da la bienvenida en inglés. Primero aparece una niebla que cae desde el techo hasta el suelo. Y así, sin muchos más preámbulos, comienza a caer agua. 40 metros de caída y 38000 litros de agua de lluvia que van a parar a un anillo transparente situado en el suelo. Si te asomas dentro puedes ver las tiendas de la planta baja y cruzar tu mirada con otros espectadores.

No ha sido para tanto. Me digo a mí mismo. Es una puta fuente, gilipollas, ¿qué te esperabas?, me respondo. Sí, casi tendré que tatuármelo: cuidado con las expectativas.

Ay, expectativas, comienzo y causa principal de gran parte de las decepciones, depresiones y discusiones. Cuántos recuerdos, paisajes y polvos nos han estropeado las expectativas. Si pudieran operarse y amputarse, nuestra vida mejoraría de manera drástica. Deberían de inventarlo; en vez de apendicectomía, estaría bien poder hacer un “expectativectomía”. Y esto es algo que tendremos que recordar durante este viaje.

Tendemos a romantizar el mundo, a considerarlo un lugar fantástico y exótico, místico, salvaje. Un cúmulo de rincones que hemos visto en unas cuantas fotos retocadas y que nos ha generado la falsa ilusión de que si llegamos hasta ese lugar seremos felices, nos sentiremos la hostia, nuestro pelo será más fuerte, tendremos unas tetas estupendas, los demás nos mirarán como Nicolas Cage a Pedro Pascal en ese famoso meme de cuya película nadie se acuerda. Pero no.

El mundo es como es. Y depende de nosotros lo que queramos leer en él. Si tratamos de mirarlo con el prisma de que lo nuestro es lo mejor —mi país, mi comida, mis costumbres—, seremos incapaces de entenderlo y aprender de lo que nuestros ojos miren, nuestra boca deguste y nuestros oídos oigan. Por el contrario, salir a ver mundo creyendo que más allá de las fronteras de nuestra casa, pueblo, ciudad, distrito, país o continente, todo tiene que ser mágico y luminoso es un error tan garrafal como el otro.

Dicho esto, si uno va a la India, Japón, Perú o Laponia y cree sentir una revelación a lo Saulo de Tarso… oiga, nada que decir. Nos alegramos mucho de su inspiración, y no nos importa si es el resultado de haber chupado la piel de un pobre sapo que pasaba por allí. Si lo has sentido, disfrútalo. Porque la única verdad y certeza que podemos tener es lo que sentimos, y nunca nadie podrá negárnoslo.

Pienso en ello mientras doy la espalda a la fuente y observo las caras de sorpresa de la gente que se acerca hasta ella para contemplarla por primera vez. ¿Quién soy yo para robar la ilusión de alguien o su esperanza de ser feliz allá donde nadie sepa su nombre?